La Increíble y Triste Historia de la
Cándida Eréndira y su Abuela Desalmada
Gabriel García Márquez
Eréndira estaba bañando a
la abuela cuando empezó el viento de su desgracia. La enorme mansión de
argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se estremeció hasta los
estribos con la primera embestida. Pero Eréndira y la abuela estaban hechas a
los riesgos de aquella naturaleza desatinada, y apenas si notaron el calibre
del viento en el baño adornado de pavorreales repetidos y mosaicos pueriles de
termas romanas.
La abuela, desnuda y
grande, parecía una hermosa ballena blanca en la alberca de mármol. La nieta
había cumplido apenas los catorce años, y era lánguida y de huesos tiernos, y
demasiado mansa para su edad. Con una parsimonia que tenía algo de rigor
sagrado le hacía abluciones a la abuela con un agua en la que había hervido
plantas depurativas y hojas de buen olor, y éstas se quedaban pegadas en las
espaldas suculentas, en los cabellos metálicos y sueltos, en el hombro potente
tatuado sin piedad con un escarnio de marineros.
Eréndira, que nunca
hablaba si no era por motivos ineludibles, preguntó:
-¿Qué día era en el sueño?
-jueves.
-Entonces era una carta
con malas noticias -dijo Eréndira- pero no llegará nunca.
Cuando acabó de bañarla,
llevó a la abuela a su dormitorio. Era tan gorda que sólo podía caminar apoyada
en el hombro de la nieta, o con un báculo que parecía de obispo, pero aún en
sus diligencias más difíciles se notaba el dominio de una grandeza anticuada.
En la alcoba compuesta con un criterio excesivo y un poco demente, como toda la
casa, Eréndira necesitó dos horas más para arreglar a la abuela. Le desenredó
el cabello hebra por hebra, se lo perfumó y se lo peinó, le puso un vestido de
flores ecuatoriales, le empolvó la cara con harina de talco, le pintó los
labios con carmín, las mejillas con colorete, los párpados con almizcle y las
uñas con esmalte de nácar, y cuando la tuvo emperifollado como una muñeca más
grande que el tamaño humano la llevó a un jardín artificial de flores
sofocantes como las del vestido, la sentó en una poltrona que tenía el
fundamento y la alcurnia de un trono, y la dejó escuchando los discos fugaces
del gramófono de bocina.
Mientras la abuela
navegaba por las ciénagas del pasado, Eréndira se ocupó de
barrer la casa, que era oscura y abigarrada, con muebles frenéticos y estatuas de césares inventados, y arañas de lágrimas y ángeles de alabastro, y un piano con barniz de oro, y numerosos relojes de formas y medidas imprevisibles. Tenía en el patio una cisterna para almacenar durante muchos años el agua llevada a lomo de indio desde manantiales remotos, y en una argolla de la cisterna había un avestruz raquítico, el único animal de plumas que pudo sobrevivir al tormento de aquel clima malvado. Estaba lejos de todo, en el alma del desierto, junto a una ranchería de calles miserables y ardientes, donde los chivos se suicidaban de desolación cuando soplaba el viento de la desgracia.
barrer la casa, que era oscura y abigarrada, con muebles frenéticos y estatuas de césares inventados, y arañas de lágrimas y ángeles de alabastro, y un piano con barniz de oro, y numerosos relojes de formas y medidas imprevisibles. Tenía en el patio una cisterna para almacenar durante muchos años el agua llevada a lomo de indio desde manantiales remotos, y en una argolla de la cisterna había un avestruz raquítico, el único animal de plumas que pudo sobrevivir al tormento de aquel clima malvado. Estaba lejos de todo, en el alma del desierto, junto a una ranchería de calles miserables y ardientes, donde los chivos se suicidaban de desolación cuando soplaba el viento de la desgracia.
Aquel refugio
incomprensible había sido construido por el marido de la abuela, un
contrabandista legendario que se llamaba Amadís, con quien ella tuvo un hijo
que también se llamaba Amadís, y que fue el padre de Eréndira. Nadie conoció
los orígenes ni los motivos de esa familia. La versión más conocida en lengua
de indios era que Amadís, el padre, había rescatado a su hermosa mujer de un
prostíbulo de las Antillas, donde mató a un hombre a cuchilladas, y la traspuso
para siempre en la impunidad del desierto. Cuando los Amadises murieron, el uno
de fiebres melancólicas, y el otro acribillado en un pleito de rivales, la
mujer enterró los cadáveres en el patio, despachó a las catorce sirvientas
descalzas, y siguió apacentando sus sueños de grandeza en la penumbra de la
casa furtiva, gracias al sacrificio de la nieta bastarda que había criado desde
el nacimiento.
Descripciones contundentes de este genio, que nos ha dejado un patrimonio imposible de valorar....Por su valía.
Gracias.. García Marquez
Gracias.. García Marquez