Los emboscados
- FERMÍN HERRERO
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El autor es un activista medioambiental, licenciado en Filosofía, que presta su voz a los que quieren ser bosque, volverse ingobernables.
Crítica sin ambages la planificación y modernización arrasadoras y se pone del lado de quienes se oponen a que se reduzca el mundo a “cuentas”.
Quienes amamos la naturaleza y sabemos hasta qué punto la estamos saqueando y destruyendo sistemáticamente no podemos estar más de acuerdo con el punto de partida del ensayo Ser bosques firmado por Jean-Baptiste Viladou: «Esta época no parece sustentarse ya en gran cosa. La época que huye de su propio desastre refugiándose en su ‘nave espacial tierra’, la que tantas esperanzas había depositado en la religión del Progreso, se ve ahora abandonada a los designios de un globo a la deriva, despojada de todo sentido, por completo extra-terrestre».
Cabe añadir de entrada que, como corresponde a la naturaleza combativa del volumen, el autor firma con un seudónimo de guerra adoptado como homenaje a un héroe popular que durante el Siglo de las Luces luchó denodadamente contra la deforestación y el acaparamiento de tierras llevados a cabo por Carlos X en su feudo galo. La solapa informa también de que en realidad se trata de un activista medioambiental licenciado en Filosofía que, nada menos durante ocho años, vivió retirado en el bosque de las Cevenas, donde participó en la lucha colectiva contra la construcción de una planta de biomasa y que en la actualidad se dedica, como maestro de obras, al levantamiento de paredes a piedra seca en Occitania.
Bajo ese apelativo presta voz a quienes quieren ser bosque, volverse ingobernables, a aquéllos que han empezado a habitar como una manera de vivir, una ética, y contra proyectos asoladores tipo presa, cementerio de residuos radiactivos o aeropuerto, zonas boscosas en varios lugares de Francia, pero teniendo a la vez como referentes a pueblos en la misma lucha por todo el mundo: los nasa en Colombia, los penan en Borneo, los cree en Canadá, los pescadores del istmo de Tehuantepec o los campesinos del estado de Guerrero en México. Siempre en busca de una nueva relación respetuosa con el territorio, desde la certeza de que el bosque «es un pueblo que se subleva, una defensa que se organiza, imaginarios que se identifican».
Para llegar al desastre depredador en el que nos encontramos sumidos, bajo el control hegemónico, mediante señales en las pantallas, de los «intendentes del planeta», que cartografían, «píxel a píxel, su propia devastación», se remonta nada menos que al primer texto escrito de la humanidad, la historia sumeria de Gilgamesh, «quizá la primera catástrofe ecológica, esa catástrofe que es la propia civilización». A seguido se centra en la región francesa de las Cevenas, «tierra de resistencia», traza la historia de un terreno propicio a la guerrilla de emboscados, ya desde la insurrección y revuelta, en los albores del siglo XVIII, de los hugonotes camisardos que, como durante la Segunda Guerra Mundial el maquis, pusieron en jaque al ejército real, amparándose en una topografía inaccesible.
Se defiende a ultranza, siguiendo «una fuerza que crece en su corazón y sus lindes», la concepción de los bosques, por encima del mero paraje cubierto de árboles, como una forma de relación, «de disponer el mundo, de imaginarlo, de apegarse a él». Por eso, en torno a la oposición entre lo salvaje y lo civilizado, se desgrana con precisión la visión del bosque a lo largo de la historia de Occidente, de su pasado insurrecto y resistente que suelen olvidar los conservacionistas, al tiempo que se preconiza, acudiendo a Hannah Arendt, Martin Heidegger, Paul Virilio o Ernst Jünger, una vuelta, desde luego muy complicada, a lo rural y al hombre asilvestrado «frente a una civilización que está llevando este planeta a la catástrofe, desde las cadenas de producción hasta las plataformas de las redes sociales», a ser viento frente a los promotores eólicos.
Y porque critica sin ambages la planificación y modernización arrasadoras y se pone de lado de quienes tratan de impedir que se reduzca «el mundo a cuentas», pone el dedo en la llaga del único interés de dominación estratégica que alienta en la sacrosanta «transición ecológica» y su requerimiento de energía limpia, bajo el principio de «reducirlo todo a la economía», al crecimiento sostenido. La bicoca de la transición ecológica es en realidad, como muchos sospechamos, un cambio de negocio. O cuando denuncia la musealización al servicio del turismo urbanita de los Parques Nacionales. En torno a estas cuestiones no puede mostrarse más contundente: «Progreso y fascismo eran, y siguen siendo, los dos polos subyacentes de una misma ideología de ordenación».
Nuestra época sigue siendo fisiocrática y en la onda de la religión geométrica de Descartes, Hobbes o Bacon, hemos pasado de «la vieja idea de la conservación de la naturaleza a la de gobernanza de la biodiversidad», todo en términos contables, de mercado, es decir, de tecnología de poder, con el cinismo que esto comporta. La gestión sostenible, en suma, no es obra de la conciencia medioambiental, sino de la hegemonía del cálculo y la logística. Medir, extraer y gestionar, no hay más. Lo que da que pensar. Sin duda, más allá de manifiestos y manifestaciones al uso, por cuanto defiende no entrar en los falsos debates políticos ―«el político, sea de izquierdas o de derechas, no es más que un tonto útil, un trampolín para la ingeniería territorial» apoyada en la «mística de la interconexión». Un libro insólito y necesario