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26.09.2017
MIGUEL JIMENEZ
Esa es la pregunta que, indefectiblemente, nos hacen a los catalanes el
resto de españoles. Nosotros mismos nos la hacemos. ¿Por qué los separatistas
pueden convocar a una cantidad de personas suficiente para llenar el Paseo de
Gracia y nosotros no? ¿Por qué el separatismo tiene esa abrumadora presencia en
la calle y en la vida cotidiana, y los constitucionalistas son casi
clandestinos? ¿Es cosa de dinero, de propaganda, de medios de comunicación, de
tener a toda una
administración detrás? Sí y no.
administración detrás? Sí y no.
El miedo tapa la verdad
Eso afirmaba Don Miguel de Unamuno. Una cita muy a
propósito, ahora que nos movemos entre tantas postverdades o, lo que es lo
mismo, mentiras cargadas de ponzoña, mentiras dirigidas al odio y a la
mixtificación de una historia que se pretende ganar en mendaces libros ya que
no se supo ganar en su momento. Porque todo el mundo en Cataluña sabía que,
tarde o temprano, el momento que vivimos llegaría. Lo sabían los separatistas,
que prepararon el camino con cuatro décadas de anticipación, y también lo
sabían los que consintieron tal cosa por acción u omisión.
Quizá la pregunta que se nos formula a los que, siendo catalanes y amando a
Cataluña, estamos ahora inmersos en la defensa de la razón, la sensatez, la ley
y la convivencia, no sea la correcta. Lo pertinente sería preguntarnos por qué
dejamos que las cosas hayan llegado hasta este punto, por qué la sociedad civil
que no está por la secesión se ha dejado amordazar sin oponer resistencia, por
qué los partidos que debían habernos defendido no lo hicieron. Esto es el parto
de un monstruo, sí, pero la fecundación y embarazo del mismo no son cosa de
ahora. Vienen de muy lejos.
Y todo surge de lo mismo: el miedo. Digámoslo así, sin tapujos. En Cataluña
hay miedo entre la gente desde hace años. Miedo a que te señalen como un facha,
miedo a que tu empresa no pueda hacer negocios con la administración
autonómica, miedo a que tus hijos se vean discriminados en el colegio, miedo a
que te hagan el vacío social en el trabajo, el barrio, el pueblo. Miedo, en
fin, a ser diferente del estándar oficial, el miedo que cantaba Georges
Brassens en La mauvaise réputation cuando aseguraba:
“Mais les braves gens n’aiment pas que l’on suive un alter rute qu’eux”.
En Cataluña hay miedo
entre la gente desde hace años. Miedo a que te señalen como un facha, miedo a
que tu empresa no pueda hacer negocios con la administración autonómica, miedo
a que te hagan el vacío social en el trabajo, el barrio, el pueblo"
Es el miedo a no formar parte de la tribu, que el nacionalismo sabe
explotar con una tremenda eficacia, a quedarte aislado, sin apoyo, condenado a
ser un apátrida en tu propia tierra. Es un miedo que jamás se confiesa, que no
se manifiesta, que vive corroyendo las entrañas de todo un pueblo. Miedo y
comodidad, miedo y resignación, miedo e indignación ante los que no lo tienen.
Las frases, odiosas frases, de “¿a ti qué se te ha perdido metiéndote en
política?” o “no te líes” que menudearon tanto durante la dictadura franquista
no han dejado de pronunciarse en susurros en la Cataluña convergente. ¿El tres
por ciento? Todo el mundo empresarial lo conocía. Los partidos políticos,
también. Pasqual Maragall se lo espetó a Artur Mas en
una sesión parlamentaria histórica y se la tuvo que envainar “por el bien del
país”, según dijo entonces. Era miedo. Como cuando Jordi Pujol iba
a TV3 para autoentrevistarse y hasta los cámaras se ponían corbata, porque
venía “el amo”. Lo decían entre risas de conejo, plebeyas, soeces. Las risas de
los que asisten a un linchamiento y no se atreven a manifestar sus opiniones
por el qué dirán.
Pujol le dijo en cierta ocasión a un periodista señero que, para ser
catalán, entiéndase, un buen catalán, un catalán como Pujol entendía que debía
ser un catalán, solo había que hacer tres cosas: ser del Barça, ir una vez al
año a rezar ante la Virgen de Montserrat e inculcar en tus hijos o tus nietos
el hábito de hablar en catalán, en caso de no ser tú mismo un catalanoparlante.
Los tres tótems de la tribu. Recuerden el escándalo que se organizó hace años
cuando Albert Boadella –al que, finalmente, han logrado echar
de su casa en Cataluña– parodió a la Moreneta en Televisión. El riesgo a no
tener miedo que asumió el genial actor lo ha llevado a ser, prácticamente, un
exiliado. Por eso los miedos han ejercido de suave colcha que ocultaba la
espantosa realidad: vivíamos en una dictadura del pensamiento y cualquier forma
de disidencia se pagaba con algo terrible: la muerte civil
El mundo feliz secesionista
Al no haber disidencia pública, la sociedad catalana vivió a lo largo de
todo este tiempo capada, impotente, amordazada y aparentemente feliz. O, al menos,
con el estómago lleno. Las entidades sociales estaban en manos de
nacionalistas, los medios e instituciones hacían girar las ruedas del discurso
oficial, las escuelas adoctrinaban a centenares de niños en las falacias
doctrinarias de la nación catalana –pregunten a cualquier universitario catalán
cuatro cosas acerca de la historia de España y prepárense para escuchar un
auténtico delirio– y, rizando el rizo, los nacionalistas llegaron a convencer a
los ciudadanos de que las elecciones autonómicas eran “cosa de los catalanes”.
¿Cómo iba a estar la
gente preparada ante el envite separatista después de toneladas y toneladas de
adormidera política? ¿Qué músculo iba a exhibir la sociedad no independentista
si los tenía atrofiados, tras décadas de inmovilidad política?
Y los partidos y sindicatos, que habrían podido ser el motor de la protesta, ¿qué iban a decir, después de haberse sentado a la mesa de Pujol y compartir con él las delicias del poder?
Los millones de electores de Hospitalet, Badalona, Cornellà, de todo el
cinturón metropolitano barcelonés en el que se concentra el 80% del PIB catalán
y de su población, se abstenían cuando tocaba ir a votar. “Son cosas de ellos”,
decían los que, en cualquier otro tipo de comicios se apresuraban a emitir su
voto de izquierdas. Y si no, el mismo Pujol se ocupaba de mimar a presidentes
de casas regionales, visitar la Feria de Abril que se celebra en Cataluña,
tanto o más populosa que la andaluza, y de hacerse el simpático como cuando
acudió a un concierto de Los Chichos y dijo, orondo y mendaz: “Yo a estos
señores los escucho en la radio del coche”.
Ahora ha llegado el momento en el que deberíamos, y me incluyo, plantar
cara firme y democráticamente a la sinrazón y el despropósito de Puigdemont y
los suyos. Pero llegamos tarde. Ellos construyeron su mundo feliz y nos dieron
el famoso soma a todos los catalanes, y lo engullimos
ávidamente, unos con placer y convicción, otros por miedo a ser diferentes. No
arrostramos el dulce riesgo de la disidencia, el latido de vida que supone hacerle
frente al gigante.
Que a día de hoy exhibir una bandera española sea motivo para que te llamen
facha o votar al PP o a Ciudadanos te convierta poco menos que en un nazi es la
consecuencia de tanta dejadez moral, de tanta cobardía. Porque esa es la última
razón de todo. Sí, señoras y señores, gloriosas excepciones aparte, si los
catalanes que no estamos por el suicidio de todo un país no hemos salido aún a
la calle se debe a la pura cobardía, al conformismo más bajo y ruín. No es que
los independentistas sean más, que no lo han sido nunca, es que los otros somos
unos timoratos.
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