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LA SOBERBIA TIENE UNA HIJA Y ES LA INGRATITUD, (EL QUIJOTE)

viernes, 6 de agosto de 2021

El escéptico

 

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El deseo es, entonces, algo que constituye al hombre desde su nacimiento, pero que debe ser superado. La espera de algo trascendente que pueda satisfacer nuestra sed absoluta es para el cínico aquello que impide mirar las cosas tal y como son

Las leyes de los tres estadios de Comte, igual que aquellas de Stirner, si bien llegan a conclusiones diferentes –en el caso del francés la edad adulta coincide con el positivismo, el cientificismo; en el del alemán corresponde al egoísmo– tienen en común la eliminación de la trascendencia. El positivista, hombre de ciencia, y el capitalista egoísta son los adultos que conocen que el mundo no está lleno de dioses, que los grandes ideales de la humanidad son cosa de adolescentes y que, por tanto, el mundo es solamente un medio a nuestra disposición para recabar lo realmente importante: el poder.

Para estos adultos vacunados, el mundo verdadero del niño, ese mundo lleno de respuestas a los propios deseos es del todo inútil. Decía Nietzsche a este respecto: «El “mundo verdadero” -una Idea que ya no sirve para nada, que ya ni siquiera obliga, -una idea que se volvió inútil, superflua, una Idea, por tanto, refutada: ¡eliminémosla!».


Esa debilidad de espíritu, que en cada instante proyecta al niño hacia la espera de un bien futuro, es la misma que Epicuro desaconsejaba a sus discípulos. El deseo es aquello que pone en movimiento e, inevitablemente, genera angustia:


«Pero como siempre anhelas lo que está lejos de ti y desprecias lo que tienes a mano, La vida se te ha escapado incompleta y sin gracia, y, sin que te lo hubieras imaginado, la muerte se ha parado junto a tu cabecera antes de que pudieras marcharte satisfecho y hartado de bienes.» (Lucrecio, De rerum natura, III) debe eliminar aquel corazón y aquellos nervios que se encuentran en el niño por una suerte de error o engaño de la naturaleza. De Sade, en su Filosofía en el tocador, –su camino hacia la verdadera felicidad– decía así a su joven estudiante Eugenia: «No escuches más a tu corazón, niña mía, porque es la guía más falsa que hemos recibido de la naturaleza (…)  No sé qué es el corazón… Yo solo llamo así a las debilidades del espíritu.»

Esa debilidad de espíritu, que en cada instante proyecta al niño hacia la espera de un bien futuro, es la misma que Epicuro desaconsejaba a sus discípulos. El deseo es aquello que pone en movimiento e, inevitablemente, genera angustia: «Pero como siempre anhelas lo que está lejos de ti y desprecias lo que tienes a mano, La vida se te ha escapado incompleta y sin gracia, y, sin que te lo hubieras imaginado, la muerte se ha parado junto a tu cabecera antes de que pudieras marcharte satisfecho y hartado de bienes.» (Lucrecio, De rerum natura, III)

¿Pero de dónde surge este escepticismo? ¿Qué lleva al niño a abandonar la esperanza? La


respuesta es, evidentemente, la desilusión en la escucha, la esperanza desatendida, el amor no correspondido. Con qué frecuencia nos hemos hecho una representación benévola del futuro que luego nos ha sido negada amargamente. La esperanza del niño, su voluntad, se proyecta hacia el futuro siempre con una forma concreta, una representación más o menos clara: una bicicleta, un beso, una moto, etc. Cuando el futuro no atiende a nuestra espera, el hombre se siente traicionado y no entiende el porqué.

Si la existencia de la pregunta presupone la existencia de la respuesta, entonces, ¿por qué yo deseo aquello que no se me puede dar?




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