Emprendimos
nuestra marcha por el dilatado campo de las épocas, y vinimos desde las
antiguas a las modernas edades.
Salimos del Paraíso y nos encontramos a los dos minutos en la
mansión que nos ofrece el siglo XIX.
Nuestro viaje ha sido tan ligero como la
electricidad.
La rapidez
con que hemos pasado a través del tiempo nos ha permitido ver más que las
cosas muy notables.
Ahora
tendremos que caminar más despacio por el inmensurable valle del porvenir.
¿¥ quién de
vosotros no ha sentido en su corazón un deseo de mejorar, de fortuna, de
brillar en la sociedad, de alcanzar los aplausos que tributan los pueblos al
sabio, al filósofo y al artista, que trabajan y sacrifican su existencia por
conseguir el bienestar de aquellos, y por alcanzar para su patria una corona de
gloria?
¿Quién de vosotros no tiene esas legítimas y
justas aspiraciones?
¿Hay alguno que mire con desprecio los
entusiastas y satisfactorios triunfos del genio y de la virtud?
No: hasta el
perverso los envidia; hasta el malvado desearía lograr su redención para
obtenerlos, si encontrara una mano piadosa y bienhechora que supiere
conducirle por el sendero del bien.
Pero
vosotros no estáis en ese caso.
Vosotros
dais vuelta por la falda de la montaña, en cuya cima se eleva el templo de la
felicidad y de la gloria, y aun cuando ardéis en deseos, no os atrevéis a subir
a la cumbre.
¿Y por qué?
Porque unos
os creéis débiles.
Porque otros os consideráis faltos de recursos
y juzgáis pobre de espíritu vuestro corazón.
Y porque
otros, en fin, más impacientes que perversos primero, y más malvados que
impacientes después, confundís los caminos y elegís el que conduce a la elevada
cima del mal.
Por eso os engañais.
Es que
vuestras preocupaciones ahogan el germen de esa pasión noble, y no dejan que se
desarrolle en robustos y frondosos tallos.
Para trepar
por la montaña del bien hasta tocar a la cúspide, bastan la fe, la constancia y
el talento.
Venid un
instante.
¿Veis ese
bosque de pequeños arbolillos?
Pues bien;
observad cómo la mayor parte de ellos se esfuerzan por elevar sus ramas entre
el medio de los demás, para lucir su follaje al sol de mediodía y recibir los
besos halagüeños de la juguetona brisa.
Los que solo
brotan y extienden sus brazos al abrigo de los troncos de sus hermanos, vegetan
oscurecidos.
No gozan de
los rayos de la luz.
Sus hojas apenas se coloran.
Sus- ramas
languidecen y mueren al fin, sin haber gozado de la vida.
Imitad a los primeros, y que os sirva de
estímulo la miserable existencia que arrastran los segundos.
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