
Se escurrió con tiento hacia un pasillo lateral y allá
fui yo tras ella, mientras las demás apelotonadas en su algarabía seguían
avanzando en línea recta con rumbo a la salida, en medio minuto estábamos en el
patio, en unos segundos nos metimos dentro del botiquín y cerramos la puerta
nadie nos echó en falta la estancia era larga y estrecha con una de las paredes
cubierta por baldas sobre las que me pareció distinguir cajas rollos de algodón
paquetes grandes y chicos que no sabría decir qué cosas contenían, en realidad como botiquín apenas tenía uso, así que se había convertido en una especie de pequeño almacén de inutilidades, la luz escasa y los ruidos entraban por un hueco sin cristal a la altura del techo, más que una ventana era un respiradero sobre nuestras cabezas colgaba un cable con una bombilla que no osamos
encenderla y permanecimos un rato en pie sin soltar ni una palabra, una pegada
a la otra con las espaldas contra la pared y los oídos atentos hasta que el
vocerío femenino del exterior se fue apagando. Sonaron lejanos
los últimos ademanes con Dios, hasta mañana, a partir de ahí se desvanecieron
las mujeres con los hombres, en cambio fue distinto, hubo primero un breve rato
de silencio, seguramente los vigilantes estaban fumando un penúltimo cigarro en
alguna parte, pero enseguida comenzó el movimiento que oímos por allí, a los
árabes que entraban a barrer las instalaciones nunca los veíamos, pero sabíamos
de su trabajo porque al final de cada jornada el suelo quedaba cubierto por una
capa de restos de tabaco y porquería y al volver al día siguiente lo
encontrábamos siempre limpio, a las voces en árabe tardaron poco en sumarse
otras en francés los gritos ásperos de los vigilantes que parecían haber
recuperado de pronto sus galones militares de baja calaña. Al León venga Brasil muévete melón, de pesto abonaría, date prisa inútil, a cada poco
gritaban a los trabajadores les regañaban en algún momento, incluso me pareció
que les daban en el cuerpo con algo, igual era una vara o un periódico doblado
para que fuesen más deprisa, conocíamos tanto a esos guardianes que era fácil
distinguir de quién provenían los exabruptos del antipático, lo hace con sus
ojos saltones su calva brillante y su mala baba de sigiloso.
Durán que siempre se nos acercaba más de la cuenta y nos manoseaba
con penoso disimulo o el cachazudo Moro que soltaba palmas al aire
constantemente, palmas blandas y perezosas para advertir de su presencia, del
bruto Gramusset, que un día llegó a liarse a patada limpia con una de las
muchachas, porque sospechaba que se había metido un acto de puros en la
cinturilla de la falda, algunos otros nos solían soltar desprecios, esa noche a
lo mejor no estaban por allí, o simplemente eran más comedidos y menos
arrogantes con los subalternos, un rato largo después en nuestra nariz quedaba
el olor a lejía pero ya no se oía nada.
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