JENNY MOIX QUERALTO
Somos así. Una
mirada y ¡zas!, ya hemos encasillado al personal. Los experimentos de John Bargh de la Universidad de Yale muestran que
nuestro cerebro solo necesita dos décimas de segundo para formarse la primera
impresión. Esa sensación no proviene de nuestro córtex. No surge de nuestra
parte racional, sino de la amígdala, una estructura cerebral que da cuenta de
nuestras emociones. No es una conclusión lógica y razonada, es más bien una
sensación inconsciente que decanta nuestro corazón hacia un lado u otro.
Si
programáramos a un robot para que clasificara a las personas, seguramente lo
diseñaríamos para que recogiera el máximo de datos antes de extraer una
conclusión. A nosotros nos programó la evolución, y no lo hizo así
precisamente. Cuando nuestros antepasados se encontraban ante un extraño, su
cerebro debía decidir lo más rápidamente posible si era peligroso o no, de ello
dependía su supervivencia. Si sus neuronas hubieran dedicado mucho tiempo a
recabar información, quizá la conclusión habría llegado demasiado tarde.
Así que estamos cableados para llegar a un juicio rápido basado solo en algunos
detalles. Si ante un desconocido, algo de su aspecto nos recuerda inconscientemente a alguien que nos perjudicó en un pasado, probablemente nos
sentiremos amenazados. Puede que nuestra sensación sea atinada o puede que no.
Quizá sea una simple peca la que nos genera esa impresión. Bromas que gasta la
evolución.
“La intuición es poderosa; a menudo, sabia, y a veces, peligrosa” (David G. Myers)
Lo peligroso del tema no es solo que nuestra primera impresión puede estar totalmente equivocada, sino que es bastante determinante. Marca sobremanera las percepciones posteriores. Tanto, que apenas tomamos en cuenta si las informaciones siguientes apuntan en otra dirección.